Por su parte, el periodismo, cascoteado desde todos los lugares posibles, busca el titular, el escándalo, el texto ‘clickbait’. Entonces, sin rodeos ni vergüenza pregunta una y otra vez ¿la inteligencia artificial (IA) nos va a dejar sin trabajo?
Así como hasta hace muy poco parecía imposible ser indiferente a las tecnologías que se asientan sobre Blockchain, ahora, como si fuera nuevo, hay que asombrarse de que la IA es capaz de crear nuevos entramados simbólicos a partir de consignas que un Ser Humano puede brindarle.
Desde luego que la IA generativa no es nueva. Solo por citar un caso, la agencia de noticias española EFE utiliza un software llamado Gabriele para redactar notas breves, sin demasiada complejidad, desde 2019, cuando firmó contrato con la startup española Narrativa, que se especializa en procesamiento del lenguaje natural (PLN).
Incluso antes: en septiembre del ‘17 el Washington Post admitió que en el último año llevaba publicados más de 850 artículos que no habían sido escritos por seres humanos sino por un sistema informático llamado Heliograf. Con ese programa estaban generando volumen de contenidos, inundando internet e incrementando el tráfico orgánico a su sitio web de noticias.
Más acá en el tiempo, Midjourney vio la luz en julio del año pasado. Se trata de una IA capaz de crear imágenes a partir de Indicaciones textuales, y a pesar de ser un programa evidentemente nuevo, no es una novedad en términos de la irrupción reciente de un hecho noticiable, y menos dentro del vértigo en que se mueven las tecnologías de la información y la comunicación (TIC).
Lo cierto es que a partir de todo esto -y la famosa carta de las figuras deslumbrantes del avance tecnológico, pidiendo parar por 6 meses no se sabe bien qué, ni cómo- vuelve a posarse hoy día sobre nuestra conciencia la pregunta acerca del presente y, en especial, respecto del futuro de la Humanidad.
¿Cómo se arregla una sociedad con falta de empleo si, para colmo, somos prescindibles? No es una pregunta fácil.
Tampoco es sencillo contestar de qué manera podemos seguir interactuando humanamente entre pares, dada la irrefrenable tendencia que señala que, cada vez más, nuestras relaciones se desarrollan: a) con máquinas o, b) con personas, pero a través de la mediación de interfaces TIC -por lo que cabe preguntarse cuánto de la comunicación se debe al canal, y cuánto a los seres humanos que interactúan.
Dejemos, pues, errar la mirada. Intentemos que no nos llenen de desazón las estadísticas.
Una de las últimas tendencias en robótica industrial son los cobots, léase, la fabricación de robots pensados para la interacción con personas.
Dentro de 7 años los cobots habrán duplicado su presencia en el mercado, según Statista.
A su vez, el número de pantallas con las que interactuamos crece sin parar. Actualmente un programador utiliza, como mínimo, dos monitores grandes. Si contamos su laptop y el móvil, son 4. Si hablamos de sistemas informáticos, es decir, tecnologías no corpóreas, el cálculo es casi imposible: sólo en el móvil, las aplicaciones que usamos diariamente son alrededor de 25.
Las pantallas se multiplican; los estímulos creados por entidades no humanas hacen lo propio.
Los dispositivos mínimos wereables se adhieren al cuerpo y nuestra mente es, sin dudas, mucho más que lo que cada cerebro produce.
Pero algo introduce cierto amable caos en la imagen distópica que estamos recreando. Algo, que está pasando a ser alguien, parece estar ahí, multiplicando su presencia sin parar, casi a la misma velocidad con la que los microprocesadores duplican su capacidad y se abarata su producción.
Los preferimos más chiquitos, los perfumamos, los sentamos a la mesa en el restaurante, los llevamos de compras y de viaje.
Nos preocupa su salud -pero ahora, incluso, psíquica. En nuestras horas de trabajo remoto son quienes nos ofrecen su compañía.
Casi siempre simpáticas entidades vivas, del reino animal -al que nosotros también pertenecemos, por si se nos olvidaba- nos conectan con una parte de nuestra esencia: los perros.
Admitamos que, al inicio, puede resultar algo incómodo compartir con ellos ciertos espacios.
De hecho, quien suscribe se ha sentido descolocado más de una vez, al ver un peludo de cuatro patas en un carrito de bebé.
Han ganado terreno o se lo hemos cedido; más aún, hasta quizá los trajimos a empujones al nivel de humanización que hoy experimentan ellos, que no pueden hablar y, por lo tanto, cuya voluntad se ve siempre envuelta en tinieblas.
No obstante, están todo el tiempo entre nosotros, respirando, mirándonos, queriendo jugar, adaptándose a la ciudad, al automóvil, al piso que decidimos transitar con calzado, que ahora les hacemos usar a ellos.
Claro que, en los albores del boom, para quienes nacimos antes de los ’90, resultó por lo menos llamativo que el perro ganara tanta presencia, se volviera tan importante en las sociedades de este tiempo.
Pero casi como un acto reflejo, pareciera que todo fenómeno social crea su contraparte. Y entonces, da la impresión de que mientras más nos alienamos con sistemas a los que hemos dado en llamar inteligentes, más nos aferramos a los perros, cuya condición animal nos conecta con el mundo de lo esencial, material, humano y animal.
A pesar de su increíble docilidad, el perro nos recuerda, a cada paso, que no podrá proyectar su subjetividad en ningún sistema simbólico, porque, mal que les pese a los fundamentalistas del área, no hay Yo en los animales.
Lo anterior nos da, al mismo tiempo, una noble garantía y una muy mala noticia.
Lo primero, es que mientras pasamos el pulgar por la pantalla sin parar, tenemos certeza de que el animal será siempre directo, auténtico, fiel a sí mismo. No quedará nunca enredado en el retorcido significado de un emoji.
Lo segundo es que, por lo mismo, jamás será capaz de darnos todo lo que un Ser Humano puede. O sea, si le contamos nuestros pesares, no los comprenderá. Tampoco sabe si Dios existe, ni le interesa. No nos escribirá una carta ni nos cantará una canción de amor.
Así las cosas, parece poco inteligente que nos hayamos rodeado de estructuras simbólicas artificiales, al punto de que ahora las inteligentes son ellas.
-Un dato muy bueno: en Silicon Valley, San Francisco, además de las empresas más poderosas del mundo tecnológico hay una universidad, la de Palo Alto, especializada en psicología de la conducta, cuyos pensadores más extraordinarios explican los males de las TIC de hoy. Hasta donde sabemos, nadie en Silicon Valley se interesa por el conocimiento que desarrollan sus vecinos. Las oficinas de Google, en Mountain View, están a 20 minutos de la universidad en la que afirman que las redes sociales y plataformas como YouTube son altamente adictivas y generan depresión.
Más allá de este y otros debates, podemos estar seguros de que los Humanos siempre necesitaremos de nosotros. Aún cuando nuestra dimensión inmaterial crece sin descanso gracias a nuestros juguetes nuevos, somos cuerpo y sentimientos; dos cosas que la IA no tiene.
De ellas, los perros nos recuerdan lo fundamental de prestar atención a la finitud de todo lo que existe en el mundo físico (hay que comer, hacer las necesidades, atender los dolores, etcétera) y lo mágico de que ellos, aunque no comprenden, sí son empáticos con nosotros.
Nuestras tristezas son las suyas, tanto como las alegrías, y eso se puede sentir.
¿Cuánto de la angustia de una pérdida o la felicidad de un nacimiento, podrá conmover a una entidad encerrada en un aparato electrónico?
Por Mauro Berchi